SALUDOS
Excelentísimo señor alcalde, señora
presidenta y comisión de fiestas, amigos, vecinos y visitantes que hoy nos
acompañan. Buenas noches y bienvenidos.
En primer lugar, quiero decir
que, de corazón, me siento sumamente honrada por la gentileza de esta Comisión,
al haberme elegido para que, este año, sea yo la encargada de pregonar las
fiestas de San Pedro 2016.
Se me presenta, además, una gran oportunidad
para rendir un pequeño homenaje al pueblo que me vio crecer, al entorno
necesario por el que fui influida durante toda mi vida y, por lo tanto, no solo
lo llevo muy dentro de mi, sino que no puedo concebir mi historia personal sin
este paisaje tan querido, donde además, siempre he encontrado
cobijo, seguridad y mucho cariño.
Las personas de mi generación tuvimos la oportunidad de
conocer dos épocas bien distintas en las que, participando de la situación
económica que en ese momento vivían nuestras islas, fuimos testigos de un
cambio económico, social y cultural, bastante significativo; así pasamos de una
época con algunas (y, en otros casos considerables) carencias económicas, a la
prosperidad que conocimos en los años sesenta y setenta.
El Bañaderos de mi infancia era un
pueblo humilde y sencillo, de casas con las puertas siempre abiertas, en las que,
con frecuencia, abundaban las plantas y flores, que, alojadas en latas, o en
otras improvisadas macetas, alegraban los patios, a los que se podía entrar con
confianza, con solo llamar desde fuera a la dueña.
Solidario, alegre, siempre servicial y, dispuesto en
cualquier momento a echar una mano al vecino necesitado o enfermo. Donde al
caer la tarde, iban llegando los hombres y mujeres, trabajadores de las
distintas fincas de plataneras que rodeaban el pueblo. Los recuerdo a ellos cansados,
sudorosos, y, a pesar de eso, saludando aquí y allá, sonrientes por haber
acabado con la dura jornada. Con la ropa manchada de plataneras, el cachorro en
la cabeza, el cuchillo grande en la vaina que llevaban en el cinto, y, muchas
veces, cargados con un gran manojo de hierba para alimentar a la cabrita que
tenían en los alrededores o en la azotea de sus casas.
Las mujeres llegaban con grandes sombreros de palma,
delantales largos y mangas postizas; bien forradas, para resguardarse del
implacable sol, bajo el que trabajaban todo el día. Otras, salían de los
diversos almacenes de empaquetado de plátanos, fatigadas también por el duro
trabajo. Eran mujeres muy esforzadas, valientes, pues la que no trabajaba en el
almacén o en las plataneras, además de atender su casa y a sus hijos, tenía que
salir a lavar la ropa en las acequias, acarrear el agua desde El Pilar, y, en
muchas ocasiones, habían de ir a buscar el agua potable para beber, a La Fuente
o al Peñón. Recuerdo que me admiraba ver como la trasportaban. En una talla o
en un cacharro que colocaban sobre sus cabezas, con el único apoyo de un
rodillo de tela, que enroscaban con mucha maña y, a continuación, con una
destreza propia de equilibrista, eran capaces, sin usar las manos y sin otro
soporte, de caminar con ligereza e, incluso a veces, pararse a conversar con
alguna vecina, sin que su carga se moviera un ápice y, por supuesto, sin
derramar ni una gota.
Eran tiempos duros en toda España y, La Costa de Bañaderos
no era una excepción. Las Palmas de Gran Canaria quedaba muy lejos, ya que la
carretera de entonces era larga y los trasportes públicos, escasos, lentos y costosos.
El trabajo era insuficiente y mal remunerado; por eso,
muchos de los habitantes del pueblo, se vieron obligados a emigrar para
labrarse un futuro más propicio o mejorar sus condiciones de vida, y, si en las
décadas anteriores había sido Cuba; Venezuela se convirtió en este momento, en
el país que acogió a muchos de nuestros vecinos. En esos tiempos, casi todas
las familias tenían algún miembro fuera, al que añoraban y esperaban ver algún
día, en tiempos mejores.
Bajo esas
condiciones de vida, era muy difícil que los jóvenes pudieran dedicarse a estudiar,
pues no se disponía de los medios, ni las infraestructuras necesarias. Sin
embargo, los maestros y maestras de entonces, supieron inculcar tanto a padres
como a alumnos, el amor por el estudio y el afán de superación. En estas circunstancias,
algunos vecinos, con miles de sacrificios, lograron enviar a sus hijos a Las
Palmas, donde tenían que quedarse largas temporadas. Otros, prepararon el
bachillerato libre con alguno de los excelentes maestros que había entonces.
Fue así como, de este pueblo pobre y sacrificado, pero disciplinado, constante
y con gran capacidad de trabajo, salieron, en épocas de enormes dificultades
económicas, sociales y culturales, grandes profesionales: maestros,
licenciados, catedráticos, médicos, abogados….
Por eso, cuando a mediados de los
años sesenta, llegó la bonanza económica y, el incipiente turismo en el Sur de
la isla, propició la creación de muchos puestos de trabajo, trayendo
prosperidad a toda Gran Canaria, la prioridad de la mayoría de los habitantes
de Bañaderos, era que sus hijos estudiaran. Todos querían que sus chicos
mejoraran en la vida, que no se vieran obligados a soportar las enormes
dificultades que ellos tuvieron que padecer. Por tanto, no cejaron en su empeño
de seguir todo lo cerca que pudieron, la marcha de los estudios de sus hijos, a
los que, liberándolos de otros quehaceres, animaban a continuar y a aplicarse
todo lo posible.
Los jóvenes de nuestra generación tuvimos la inmensa
suerte de pertenecer a la época de la recuperación económica, a la buena época,
en la que el trabajo era abundante y, como consecuencia, todos estaban más
contentos y seguros. La juventud accedió empleos menos duros y mejor
remunerados y, en los hogares empezaron a aparecer electrodomésticos, coches…Las
casas se reformaron, se adquirieron muebles modernos, y, en definitiva, a gozar
de una calidad de vida y de un estado de bienestar que no habíamos conocido
nunca, lo que multiplicaba la alegría y las ganas de divertirse.
Este fue el contexto de mi adolescencia y juventud. Un
pueblo alegre, cada vez más ilusionado con un futuro que se veía por primera
vez con tranquilidad, repleto de promesas ilusionantes de prosperidad y, que, además,
en algunos casos, se vio colmado por el feliz regreso de familiares emigrados
y, donde por fin, se dejaba atrás la dureza y la precariedad de los años
cuarenta y cincuenta.
Esta situación la supieron aprovechar muchos jóvenes y no tan jóvenes que, no
habiendo podido estudiar con anterioridad, quisieron cumplir este deseo, y, aunque tenían sus trabajos,
hicieron gala de la capacidad de esfuerzo y el ansia de superación, aprendida
de sus padres, y, no dudaron en intentar mejorar su situación social y
cultural, accediendo a estudios nocturnos después de cumplir con su jornada
laboral, y, gracias a esta gran fuerza de voluntad, muchos terminaron el
bachillerato, logrando así, mejorar en sus empleos, o incluso, acceder a la
Universidad.
El resultado está aquí, lo vemos ahora. Bañaderos es un pueblo
que hoy puede presumir de cultura y de tener entre sus vecinos a grandes profesionales
en todas las áreas. Hoy, gracias al tesón y al sacrificio de la generación
anterior, tenemos arquitectos, ingenieros, economistas, abogados, deportistas
de élite, enfermeros, médicos, profesores en los distintos niveles académicos,
músicos, artistas… Y esto es gratificante y emocionante, es una razón para
regocijarnos todos. ¡Que orgullo tan grande! cuando veo el nombre de uno de mis
vecinos destacar en algo y puedo decir a todos. ¡Es de mi pueblo!
Pero Bañaderos tiene algo mucho más valioso; la herencia
más preciosa que hemos recibido y, que dejaremos a nuestros hijos, no consiste
solamente en el aumento del nivel cultural. El legado más importante de todos,
el que me hace enorgullecer de pertenecer a él, son los inmensos valores que
este pueblo lleva grabado en su ADN. Unos valores de los que siempre hizo gala,
porque cuando aun no teníamos Constitución que los defendiera, este pueblo, mi
pueblo, respetó desde siempre los derechos humanos más fundamentales y, nunca
ha discriminado a ninguna persona por motivos de raza, sexo, religión o
nacimiento.
Mis primeras y más queridas vivencias tienen como
entorno esta plaza, verdadero corazón del pueblo, donde todos jugábamos y
hacíamos amigos. Es una gran suerte contar con ella porque, además de ser
sumamente hermosa, sobria y elegante, todos hemos comprobado su agradable
cobijo, que propicia la conversación amable y distendida, las bellas canciones
y las risas alegres.
Aquí hice mis primeras amigas y,
aprendí los divertidos juegos que alegraron mi infancia: el corro, el guilgo,
la soga, el teje, leer cuentos de hadas, contar cuentos de miedo, las vueltas
en bicicleta con sus caídas…, risas, algún llanto por el chichón al caer desde
las farolas o del muro; música, canciones, bailes, miradas expectantes ante el
paso de la novia en las bodas…Y, sobre todo, el recuerdo de los enormes laureles de indias, que aportaban
frescor, dejando que el sol, apenas se colara entre sus hojas, para quedarse tintineando en el suelo, y, la algarabía de los niños jugando, que pugnaban
en intensidad con el incesante canto de los pájaros, mientras se escuchaba el alegre
repique de las campanas de la iglesia
Pero los mejores momentos de la plaza eran cuando en
los días previos a la fiesta de San Pedro, se convertía en el gran escenario de
los muchos y variados juegos infantiles, increíblemente divertidos, que se
efectuaban durante varios días, y, en
los que se realizaban carreras de cintas en bicicletas y en moto, en las que se
premiaba a los vencedores, nada menos, que con una preciosa banda,
primorosamente bordada a mano por las chicas del pueblo; concurso de comelones
suavizados con un vaya-vaya, despegar una moneda de la sartén...
¡Y de pronto!, sin aviso y para feliz sorpresa de
todos, arremetían en la plaza los papagüevos, que, seguidos por la banda de
música se movían con sus modos graciosos y esperpénticos que hacían gritar
divertidos a los niños, cuando se les acercaban demasiado. Entonces todos
bailaban imitando sus movimientos y, luego, como si del flautista de Hamelin se
tratase, estos gigantes y cabezudos, arrastraban a los niños a bailar por las
principales calles del pueblo.
Los domingos por la tarde, al cine. Siempre y cuando
hubiera alguna película “tolerada” y Don Hilario le diera el visto bueno (habrá
que explicar a la nueva generación su significado).
Y es que el cine merece una especial atención entre
las actividades de mi infancia y juventud, porque, en una comunidad casi
cerrada como era el Bañaderos de entonces, las películas nos trasportaban a
otros lugares, eran una conexión con el mundo exterior que nos mostraba
sociedades diferentes, historias interesantes sobre las que podíamos reflexionar
y comentar con los amigos. Descubríamos otras maneras de ver la vida, que nos
enseñaba y entretenía.
Esa sala de cine jugó un papel fundamental en aquellos
años y, los vecinos esperábamos con ilusión la proyección de la próxima
película que ya se anunciaba en el cartel. La gente de mi generación, sabe de
lo que hablo, y, sabe también que esa sala de la Avenida Lairaga, guarda en su
interior muchas risas de las películas de Cantinflas y otros cómicos, muchos
llantos de los grandes dramas, sobre los que se hablaba durante mucho tiempo,
así como otras emociones, como los nervios en las de intriga, o la alegría
eufórica, que nos hacían gritar y aplaudir cuando el sufrido protagonista de
las películas del Oeste, iba por fin a ser rescatado por el Tercio de
Caballería.
Las noches de los domingos, estaban amenizadas con la
música de alguna orquesta que, desde los balcones abiertos de la Sociedad de
Bañaderos se derramaba por el pueblo, animando el concurrido paseo que se
formaba en la carretera principal.
Mientras crecíamos, nuestra playa de Las Coloradas y
Los Charcones ocupaba también gran parte de nuestro tiempo juvenil en el
verano. Allí, además de bañarnos, nos relacionábamos y hacíamos los planes para
la tarde o para la reunión del fin de semana, en las que generalmente en la
azotea de alguna de las casas del pueblo, nos congregábamos los amigos con un
tocadiscos, para bailar con los ritmos de moda.
La mejora económica, también se reflejó en la
organización de las fiestas, realizándose actos nuevos o retomándose otros que
habían dejado de hacerse durante mucho tiempo, como ocurrió con las batallas de
flores, esas carrozas adornadas por los vecinos donde recuerdo que pasé una de
las tardes más divertidas de las fiestas. O las verbenas, que cuando se
reanudaron estábamos como locos. Eso de que hubiera un gran baile al aire libre
en la plaza, era tan emocionante, que no parábamos de hablar de ello. ¡Y
salieron muy bien!, tan bien que se hicieron famosas en toda la isla. Cada vez la
afluencia de gente era mayor, la plaza se llenaba con una multitud llegada de
todas partes… Y se hicieron tantas, que empezaban en mayo y duraban hasta
finales de agosto.
Otra
innovación de finales de los sesenta fue la elección de la reina de las
fiestas. Seguro que, por aquí, hoy, habrá alguien que vio reconocida y
destacada su belleza accediendo a este galardón. Estas chicas guapísimas eran
elegidas entre todas las jóvenes del pueblo y, la reina y sus damas de honor,
presidían la solemne procesión de San Pedro y los eventos principales.
Gran parte del dinero necesario para celebrar los
actos se obtenía vendiendo números del arco, (que también mejoró haciéndose
algunas innovaciones), pero no solo se vendían en Bañaderos, sino que se hacía
una verdadera ofensiva por toda la isla. La comisión nos reclutaba y nos íbamos
a vender no ya por los pueblos, sino incluso en los pagos más pequeños, en
ocasiones, rincones donde solo había un par de casas, pero esto lo compensaba
lo divertido que era el paseo y la ocasión que se nos daba de hacer algo para
colaborar con estas fiestas.
Lógicamente, con el paso de
los años y sobre todo con los avances tecnológicos de los últimos tiempos, el
mundo ha dado un vuelco considerable, tanto que, cuando pienso en aquellos días,
me parece que viví en otra vida que no tiene nada que ver con esta, pero al
comentarlo con mis amigos y vecinos de Bañaderos, siento que lo fundamental, la
esencia, no ha cambiado, y, me reconforta pensar que, la mayoría de las cosas
buenas y entrañables de mi infancia, aun siguen ahí, manifestándose en la
fiesta de San Pedro, y, que atesoradas y trasmitidas a la nueva generación, nos
permiten rememorar y volver a disfrutar, por lo menos unos días al año, un
poquito de los entrañables momentos de nuestra infancia. …Y, esto es posible,
porque tenemos la suerte de contar en el pueblo, con vecinos y vecinas que
poseen la capacidad de ilusionarse y de ilusionar a los demás que, con
formidable generosidad, nos regalan, desinteresadamente, su tiempo y su cariño
para que todos disfrutemos. Se trata de hombres y mujeres, chicos y chicas del
pueblo, que durante unos meses posponen sus intereses individuales para
entregarse por completo, trabajando a tope, y, numerosas veces durmiendo poco, (ya que muchos tienen
que atender a sus obligaciones laborales al día siguiente), para trabajar por
nuestro pueblo, sin pedir nada a cambio y, cuya única gran recompensa, es ver a
los vecinos y amigos contentos, participando de la sana alegría colectiva que
les hace olvidar o minimizar sus problemas, y, observar las risas divertidas de nuestros niños y
niñas en los juegos que se realizan para ellos.
Dentro de las buenas obras que realiza el ser
humano, una de las más loables y más dignas de respeto y consideración, es
ocuparse en conseguir la felicidad de los demás.
En la realización de la fiesta,
participamos todos, porque divertirse y pasarlo bien, es también colaborar, es
agradecer el gran esfuerzo realizado por otros, para que seamos felices.
Por todo ello, desde aquí, les doy las
gracias. Muchísimas gracias a todos y todas los que alguna vez han trabajado y
colaborado en la felicidad de las personas. Así que, los invito a no desaprovechar
la oportunidad que se nos brinda de divertirnos a tope en nuestras entrañables
y queridas fiestas de San Pedro, porque como decía otro Pedro, Pedro Calderón
de la Barca, allá por el siglo XVII “Dichas
que se pierden son desdichas más grandes.”
FELICES FIESTAS DE SAN PEDRO 2016
Inmaculada Díaz